Descripción:
«Los siete cuentos que componen La casa anegada hacen una inmersión en la vida del colombiano promedio, con sus avatares y desafíos, sus hábitos y respuestas. Los personajes definen sus destinos enfrentados a un mercado laboral y un sistema económico profundamente inicuo y asfixiante, insertos en un tejido familiar y en un contexto social degradados por diversos fenómenos, acechados en su vida privada y pública por las miasmas de la violencia, a merced de sus creencias y obsesiones. Cuando el vendaval de las llagas sociales que constituyen nuestra realidad los empuja al abismo, se devela su verdadera condición humana. En esa caída, la dignidad, la solidaridad, la resiliencia y la tozudez los enaltecen, pero también la avaricia, la traición y el egoísmo enseñan lo peor de su naturaleza».
Felipe Osorio
Fragmento del cuento “La última cuota”:
Papá se mueve. Abro las cortinas para que entre más luz. Examino su cuerpo en la cama. Constato que se ha ido encogiendo con los años. Así es la vida: nacemos, crecemos, nos endeudamos, decrecemos y morimos. Un arco perfecto que vamos llenando con felicidad y tristeza, con trabajo y ocio, con amor y odio. Seguimos solos en la habitación iluminada por el sol de las tres de la tarde. Aparte del sofá para las visitas, hay un mueble para guardar ropa, la mesa de las medicinas y un televisor. Me siento incómodo en este cuarto estrecho, me subyuga el hedor a limpio del hospital, el aliento químico de esta bestia pulcra. Un movimiento reflejo en la mano derecha de papá me llama la atención. El sol le da de lleno. Él mueve levemente ese mármol blando, como un pez enflaquecido en un estanque azul.
De golpe me viene la imagen de un acuario que tuvimos cuando éramos niños, pero no me quedo en ese recuerdo. Me deslizo a otra escena de la infancia. Tengo siete años. Estoy jugando con un tigrillo cachorro, que es nuestra mascota. Corro alrededor de una pila de café. El animalito me persigue. Me detengo. Cambio de dirección. El pequeño felino hace lo mismo. Corremos en círculo una y otra vez sobre los granos secos. El cachorro se resbala, da una vuelta sobre su lomo, se levanta, sigue la persecución, trata de aferrarse a mi pierna con las diminutas garras, pela los colmillos y gruñe. Algunas gotas de sudor me refrescan la frente. Otro hermano me remplaza en el juego. Me acerco risueño a papá. Me pasa la mano por la espalda, bajo la camisa. Una suave calidez fluye de su mano abierta, una corriente física. Me quedo quieto, temeroso de perder la magia al moverme. Incluso ahora, varias décadas después, cuando recupero en la memoria toda esa intensidad afectiva hecha energía en la caricia, siento la sólida constancia del amor. Creo que papá es esa mano cálida, esa tibia permanencia.
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